El sábado por la tarde me llegó un guasap beatífico instándome a apagar la tele o cambiar de canal durante la actuación de la representante de Israel en Eurovisión. Caray con los boicoteadores en pantuflas. Ya puestos, la conminación podría haber sido a pasar un kilo del caspuriento certamen, incluyendo la intervención de la choni con fecha de caducidad vencidísima que defendía el pabellón español. Total, el efecto de la pretendida ekintza habría sido el mismo: nin-gu-no. Por desgracia (que no por sorpresa), vivimos instalados en la impostura reivindicativa. Si a Erreteuveé le parece un oprobio del copón de la vela que el país que lleva acreditados más de cincuenta mil asesinatos en Gaza tuviera un sitio entre los participantes del certamen, la directa habría sido darse el piro de Basilea, hacerse un selfi con un corte de mangas y proclamar que hay cuestiones con las que no se transige. ¿Qué es lo que hizo el aguerrido ente público? Por supuesto, mantener todo el despliegue a mayor gloria de la niña del gorila crecida, sabiendo que la audiencia de aluvión, que incluye legiones de denunciadores del genocidio sobre Palestina, arrojaría unos suculentos números. Lo que viene siendo un boicot con la puntita. Redondeado, para más rechifla, con un rótulo en español e inglés en que se galleaba que "Frente a los Derechos Humanos el silencio no es una opción". Como apostilló mi primo Alberto Moyano, no hay narices a espetarle eso mismo a Marruecos por pisotear al pueblo saharui. Y me temo que tengo poco más que decir.