Tiene uno muchas huelgas generales en la memoria, pero ninguna que haya resultado -perdónenme la franqueza- un fiasco semejante a la de ayer. Es humana y políticamente compresible que quienes la convocaron pretendan vendernos el relato del éxito inenarrable de la movilización, pero los datos contantes y sonantes demuestran exactamente lo contrario. Incluso en los sectores dependientes de la administración pública, que es donde resulta más asumible prescindir de un día de sueldo, el seguimiento no pasó de un 35 por ciento. Y eso, siendo generosos. Si nos vamos a la empresa privada y al pequeño comercio o la hostelería, nos encontramos con una actividad absolutamente normal. Nadie que paseara ayer por las calles de cualquiera de nuestros barrios (ni siquiera del centro de las capitales) tendría la sensación de asistir a algún acontecimiento extraordinario. Incluso en los negocios de más tronío, los que responden a firmas de postín de alimentación, moda o complementos, se funcionó a pleno rendimiento. Ahí está el primer motivo para la reflexión.
El segundo y, si quieren, de más hondura, tiene que ver con la percepción nada favorable de la ciudadanía, especialmente de la parte más humilde, sobre los métodos para tratar de conseguir que tuviera algún tipo de incidencia. Las personas que pasaron horas atrapadas en atascos infernales o se vieron apelmazadas en un vagón para llegar a su destino en el triple del tiempo de lo habitual (y lo mismo, a la vuelta) difícilmente empatizarán con quienes juzgan responsables de algo que fue mucho más allá de una incomodidad. No es reproducible lo que yo escuché en las unidades del metro atestadas en que me eternicé en mi ida al laburo y en la venida a mi casa, donde termino de teclear estas líneas. Una gran causa como la reivindicación de los cuidados salió ayer malparada.