Nadie tiene dudas, a estas alturas, de que Luis Rubiales es historia. De la mala, además. Pese a su resistencia a bajarse del, nunca mejor dicho, machito, cada segundo que pasa su vergonzante y vergonzoso final está cada vez más cerca.
De hecho, los primeros que le pusieron proa fueron los mismos que le colocaron donde ahora está hace cinco años, los que le rieron gracietas casposas de diferente índole y, desde luego, los que aparecieron en su defensa cuando aquellas impresentables declaraciones con Piqué sobre los negocietes del pícaro con el ex marido de Shakira.
Hablamos de la flor y nata del progrerío hispanistaní. Su caída en desgracia, y lo que le espera, es un buen retrato a escala de la hipocresía que se gasta por estos pagos, no solo por esos amigos del alma que se tornan en enemigos acérrimos en cuanto cambia el viento, sino por la exageración a la hora de mostrar el rechazo.
Podemos fingir todo lo que queramos y hacer como que nos creemos a pies juntillas consignas que, por lo demás, responden más al narcisismo que a la convicción, pero sabemos que muerto, metafóricamente, Rubiales no se acaba la rabia del machismo.