El pasado lunes, la Iruña festiva volvió a ser un clamor contra las agresiones sexuales. En prácticamente todos los titulares coincidimos en destacar la contundencia de los mensajes y, desde luego, la enorme asistencia a la concentración en La Plaza del Castillo. No hay nada que oponer, faltaría más, salvo que quizás quepa una pequeña reflexión sobre la conversión en rutina, casi un acto más del programa, de este tipo de actos.

Máxime cuando la realidad tozuda nos golpea con datos que, a fuerza de repetirse, corremos el riesgo de normalizar. A la hora en la que realizo este texto hay constancia oficial de quince denuncias de agresiones sexuales desde el txupinazo. Estamos hablando de tres por cada jornada de los Sanfermines. Y eso, como advierten los propios colectivos feministas, cuando se teme seriamente que la cifra real sea bastante mayor, porque en ocasiones las víctimas prefieren no acudir a la policía y dan cuenta de las agresiones en las casetas o en los puntos de atención.

Da la impresión de que la concienciación y la rotundidad en las expresiones de rechazo no va pareja con la eficacia a la hora de evitar las agresiones o, en segunda instancia, de detener a los autores de los abusos.

Por desgracia, la fotografía de Iruña durante los Sanfermines se calca a lo largo y ancho de los espacios festivos de Euskal Herria durante todo el verano. Pese a que cada vez hay más campañas y también, justo es decirlo, más operativos específicos, al hacer el balance final no hay pueblo que se libre de informar de sobre varias agresiones o tentativas. 

Lo peor, insisto, es que a veces parece que lo asumimos como algo perfectamente normal.