Es la palabra de moda. Lawfare o, en una de sus posibles traducciones, guerra legal. Nada que no conozcamos en estas tierras desde hace decenios. Es imposible llevar la cuenta de las veces en que la Justicia ha perdido su honorable nombre para convertirse en grosero instrumento de la política más turbia. O de la razón de Estado, según otra denominación eufemística del asunto que ha servido para ruidosos operativos policiales, macrosumarios, encarcelamientos masivos, ilegalizaciones de formaciones políticas o, por no extenderme, cierres de medios de comunicación. Con menos escándalo y también menos reproche público -incluso, a veces, con regocijo- hemos visto a determinados fiscales o togados justicieros del terruño, generalmente muy bien considerados, abriendo causas por casos de corrupción que, con el tiempo, quedaban archivadas porque se evidenciaba que eran burdos montajes. Para rizar el rizo, alguna de las formaciones políticas que más veces ha sufrido en sus carnes este modus operandi se ha ido a los juzgados para administrarle la misma medicina a su gran adversario.
Más allá de nuestro ámbito geográfico, hemos escuchado a un ministro de Interior hoy imputado alentar la persecución de rivales políticos a través de recopilaciones de pruebas al peso que luego la fiscalía afinaría. Cuatro traineras por delante, la instrucción y el juicio oral del procés fueron ejemplos de libro de la utilización de la Justicia al servicio de los grandes poderes del Estado. De hecho, si en su día hubo justificación para los indultos y hoy la hay para una ley de amnistía es por las tremendas arbitrariedades de esas actuaciones de los tribunales que, antes que impartir justicia, buscaron servir de escarmiento a los condenados y quienes tienen su misma ideología. Resumiendo, que, como con las meigas, no diré que creo en el dichoso Lawfare, pero haberlo, haylo. O esa pinta tiene.