Podía imaginarme, palabra arriba o abajo, lo que diría Iñigo Urkullu en su último discurso de fin de año como lehendakari. Obviamente, le tocaba reivindicar su legado y lo hizo, muy en su estilo, atribuyendo los méritos, más que a él mismo, a la ciudadanía. Cualquiera que tenga media gota de memoria debería recordar que su mandato comenzó después del trienio negrísimo que nos endilgó Patxi López con el sostén del Partido Popular gracias -esto también debe estar presente- a que la ilegalización de la izquierda entonces abertzale y hoy soberanista permitió la pirueta aritmética que el de Coscojales negó, como Judas, en aquel mitin de Basauri; como para fiarse y no correr ante lo que hoy promete el secretario general de los socialistas vascos, Eneko Andueza. Aquellos fueron tiempos oscuros no solo por la penosa actuación de un gobierno al que le vendría grande incluso la gestión de una comunidad de vecinos, sino porque estábamos en lo más crudo de la crisis de las hipotecas basura, la burbuja inmobiliaria y la motosierra que mucho antes que Milei utilizó la Unión Europea para podar el estado de bienestar en Grecia, Portugal y España, reino al que, nos guste o no, pertenecemos.
Incluso después de haber pasado una pandemia y otra crisis inflacionista de la que todavía no hemos salido, la comparativa entre los números de aquel 2012 y el 2023 que acabamos de finiquitar no deja lugar a especulaciones. Estamos mucho mejor en cualquiera de los parámetros que miremos. Eso son datos. Lo demás es literatura y argumentario político pobretón. Porque si cabían pocas dudas sobre lo que iba a decir el lehendakari en su mensaje, no había ninguna respecto a las reacciones de las formaciones políticas de la oposición, todas y cada una de ellas previsibles a la enésima potencia y radicalmente iguales de uno al otro extremo del espectro ideológico. Ese es el nivel, me temo.