Las primeras crónicas contaban el viernes que Óscar Puente, portavoz incidental del PSOE en la investidura fallida de Feijóo, había tenido un pifostiejo con un pasajero cuando iba a coger el AVE en Valladolid. Otros titulares hablaban de altercado, disputa o incluso enfrentamiento y subrayaban que el tren había tenido un retraso de más de media hora, como dejando caer que la culpa había sido del engorilamiento del político. Y aunque el vídeo que tardó un minuto en viralizarse mostraba bien a las claras que la trama del episodio se reducía a un energúmeno faltón hostigando a Puente -"¡Vete a chupársela a Puigdemont!", llegaba a gritarle-, la prensa diestra y algún portavoz pepero retuiteado por el cada vez más confundido Borja Sémper siguieron vendiendo la moto de que fue el exalcalde pucelano quien se puso gallito. Ni siquiera hubo rectificación cuando se supo que el fulano continuó su asedio al diputado a la llegada del convoy a Madrid ni cuando trascendió que hace dos semanas había intentado agredir a dos policías municipales de Valladolid.

La moraleja es que, si se es medianamente honrado, no es nada difícil denunciar el acoso por motivación política. El caso de Puente encimado por un exaltado mononeuronal es tan claro como, si tienen memoria, los amedrentamientos a Soraya Sáenz de Santamía, Cristina Cifuentes o tantos otros que, por ser de derechas las víctimas del asedio, se nos han contado como justos y necesarios escarmientos. O como "jarabe democrático de los de abajo", expresión acuñada en su día por Pablo Iglesias para los llamados escraches… antes de que le tocara sufrirlos a él.