Me entero por una crónica urgente llena de cariño de mi compañera Sandra Atutxa de la muerte de Luis Iriondo a los 100 años. Una vida muy vivida, ese es mi primer pensamiento, que no exime la pena al caer en la cuenta de que deja de estar entre nosotros alguien tan entrañable y cercano.
Inmediatamente me traslado tres decenios y medio atrás en el tiempo. No creo que por entonces fuera de uso frecuente la expresión memoria histórica, aunque por fortuna muchos ya se habían juramentado para que el horror del bombardeo de Gernika no quedara sepultado en el olvido.
Yo, un periodista imberbe, quise participar de ese afán y un día me vi frente a Luis, grabadora en mano, atendiendo con la boca abierta y los ojos como platos a su relato en primera persona de aquel 26 de abril de 1937.
Hablaba en el testimonio de los 14 años que tenía en aquella fecha fatídica, de su trabajo como recadero en el Banco de Bilbao, de las alarmas, de los aviones, de las bombas cayendo, del fuego, del intenso olor a muerte, del miedo que pasó en el refugio...
De la huida, primero a Bilbao y después a Francia, de la vuelta después de la derrota. Del silencio impuesto durante la tremenda Dictadura, y de la alegría que le producía ver que, a pesar de todo, fue imposible ocultar aquello.
En los sucesivos aniversarios, siempre con la misma emoción entreverada de rabia por la injusticia irreparable, volvía a escuchar sus increíbles peripecias.
Lo último que supe de él es el sentido homenaje que le rindieron en su villa hace apenas tres semanas, el 3 de septiembre, cuando cumplió el siglo redondo. Poco imaginaba que hoy le tendría que dedicar estas palabras de despedida. Descanse en paz.