Hace justo un año comenté que ardía en deseos por conocer lo inesperado de 2022. Y la cosa es que tardé un mes y 20 días en descubrirlo: nada menos que la invasión rusa de Ucrania.
Ni los más sabios de los que nos riegan con previsiones antes de cada vuelta del calendario se lo habían olido. Es más, hubo quien negó que ocurriría hasta la misma víspera.
Por descontado que no cabe el reproche por no haber anticipado lo que no estaba en ningún radar. Lo anoto únicamente, como hace 12 meses, para que vayamos interiorizando de que hay serias posibilidades de que también nos aguarden acontecimientos con los que no contamos.
Igual que en 2020 pasó con la pandemia o en el 2021 con la erupción del volcán de La Palma, O la casi mayoría absoluta de Ayuso en Madrid que supuso, de rebote, la falsa salida de Pablo Iglesias de la política.
Y ya que menciono eso, volviendo al año que acabamos de despedir, cuando lo inauguramos tampoco podíamos esperar que Pablo Casado, al que ya no recordamos, se suicidaría políticamente tratando de fulminar a la citada lideresa y que su puesto lo ocuparía Alberto Núñez Feijóo.
Eso debería hacer reflexionar a los lectores de la buenaventura que sitúan al gallego en Moncloa antes de las próximas uvas. Aprendamos todos que los pronósticos quedan hechos añicos en lo que se tarda en pestañear.
La mejor forma de no pifiar las profecías es nos hacerlas o, dándole la vuelta, el modo de acertar es anunciar que en 2023 lo inesperado no faltará a su cita.
Claro que también queda sumarse a toro pasado y asegurar que sea lo que sea lo que pase, ya lo habíamos dicho nosotros.