Confieso que apenas he seguido de refilón el inconsistente periplo parlamentario para la reforma, que iba a ser derogación, de la ley orgánica de protección de la seguridad ciudadana, más conocida por su poco edificante alias Ley Mordaza.
Aprecio de verdad el empeño del PNV de articular una propuesta medianamente razonable que sirviera de base para acometer los cambios necesarios para una norma que, no nos vamos a engañar, da carta de naturaleza, y hasta barra libre, para la arbitrariedad policial.
Pero incluso las almas más cándidas del lugar sabían que tal intento es uno de esos esfuerzos condenados a la melancolía. Más que nada porque nos conocemos lo suficiente como para saber que hay materias que, por una mezcla de ideologías, inercias, demagogia y necesidad de marcar paquete, no se prestan al consenso transversal.
Con la policía hemos topado, amigo Sancho. Unos defenderán, y reclamarán, la licencia para repartir estopa a troche y moche por el bien del estado de derecho. Mientras, en el otro lado, se abogará por unos uniformados que observen con una sonrisa o directamente echen una mano a quienes en nombre de la justicia social arrasen lo que se les ponga por delante, que ya pagará el seguro o la administración pública opresora que toque.
Poco lugar para el acuerdo veo ahí, por más que en el penúltimo episodio, una Esquerra que acababa de pactar los presupuestos catalanes con el PSC, le haya hecho a sus socios de cuentas el cariñito de dejar que la iniciativa pasara a la siguiente pantalla, es decir, el debate en la Comisión de Interior del Congreso. Pintxo de tortilla y zurito a que no pasará de ahí.