Ya le ha costado al Tribunal Supremo español evacuar su sentencia sobre el que se pongan como se pongan cavernarios y contra cavernarios retroalimentados del terruño se llama caso Miñano.
Y no, tampoco era el mayor escándalo de corrupción del PNV, porque si hay algo que ha vuelto a quedar claro, al igual que en el fallo original, es que la formación jeltzale no ha tenido ni arte ni parte en las mangonerías de Chicho de Miguel y allegados en el pille.
Ni un pajolero euro se fue a Sabin Etxea, así que, versionando la célebre frase del recientemente fallecido Nicolás Redondo Urbieta, los que sostienen contra viento y marea lo contrario mienten, y lo saben.
No voy a repetir lo que ya han podido leer en los editoriales del Grupo Noticias, que suscribo del punto a la cruz. Sí quiero subrayar, sin embargo, el gran aprendizaje de este pésimo serial por entregas que dura ya un decenio largo.
La denuncia de la corrupción política no atiende a principios éticos, es solo una herramienta más en la brega partidista. Y si hace falta, como estamos viendo, se retuercen los hechos y se pisotea la verdad con declaraciones de chunta-chunta para buscar titulares de aluvión.
Y lo brutalmente revelador es que coincidan en la misma acometida siglas y terminales mediáticas teóricamente contrapuestas, cuando no directamente irreconciliables.
Todo ocultando sistemáticamente el dato fundamental: desde el minuto uno, el capo dei capi de Miguel fue desposeído de su cargo de diputado foral por el inolvidable diputado general Xabier Agirre y se le exigió, además, la devolución del carné del partido. Nómbrenme una actuación igual de contundente.