Olivia tenía 6 años. Su madre la asesinó haciéndola ingerir una bebida de cacao en la la que había vertido varias pastillas tranquilizantes machacadas. Fue su venganza contra su ex-marido, que acababa de conseguir la custodia de la niña después de una larguísima batalla judicial.
"Antes de dejarla con él, la mató", escribió la individua a su hermano en un mensaje de WhatsApp. La investigación ha demostrado que ya para entonces había ejecutado lo que planteaba como amenaza. La criatura llevaba muerte desde la noche anterior, apenas unas horas después de que su progenitora hubiera recibido la notificación de la sentencia.
Eso son los hechos fríos, que nos interpelan o deberían interpelarnos. Hay algo que falla cuando una noticia así resulta lo suficientemente incómoda como para que se escuche el clamoroso silencio de los que si los papeles estuvieran cambiados no hubieran dudado en denunciar, con toda la razón del mundo, claro, el horrible asesinato de una criatura inocente.
Sin embargo, para el crimen que ha segado la vida de Olivia no ha habido condenas ni de las instituciones, ni de sus representantes a título personal.
Preguntaría por qué en este caso se mira hacia otro lado tan desvergonzadamente, pero ustedes y yo conocemos la respuesta aunque optemos por guardárnosla dentro, porque sospechamos, es decir, porque sabemos, que si la verbalizamos podemos pasar por lo que no somos, o por lo que no queremos ser.
Me van a permitir que anote, aunque sea en voz baja y para que no salga de aquí, que quizás la igualdad también consista en responder de los actos propios del mismo modo.