Cuenta Ángel Ruiz de Azua que fotografiando un primer plano de una pala, la huella de las manos impresas en el barro, se le planteó un dilema. “Dudé si dejar la cámara y echar una mano como voluntario, pero al final opté por dejar constancia de lo que estaba sucediendo para que se conociera y pudieran llegar ayudas”, explica. Menos mal, porque durante su cobertura de las inundaciones captó una imagen icónica, premiada con el Planeta, la de un chico con el agua hasta el muslo aferrado a una fachada en Villabona.
Blas Bermúdez también es partidario del zapatero a tus zapatos. “Nuestro trabajo era sacar el periódico, que era lo que tocaba. Tampoco hicimos nada extraordinario que no hiciera el resto de la sociedad, porque esto fue algo colectivo. Todo el mundo respondió. Fue impresionante”, destaca. Eso sí, una vez que este retén remó contra viento y marea, junto con sus compañeros, para que DEIA no faltara más de un día a su cita con los lectores, Blas se puso manos a la obra. “En cuanto pude me cogí unos días y me fui a Bermeo a tirar de pala”, dice.
Cuarenta años después, estos dos profesionales de la vieja escuela, esa que acostumbraba a perseguir la noticia hasta los confines y tirar del hilo hasta el final, rebuscan en la hemeroteca de su memoria y reconstruyen cómo llevaron a cabo su trabajo inmersos en una catástrofe de estas dimensiones. “El sentimiento no era ni miedo ni rabia. Era una angustia por todo lo que estaba pasando. Decías: ¿Hasta dónde puede llegar esto?”, comenta Blas, que a día de hoy no se explica “muy bien” cómo pudieron publicar el periódico en aquellas condiciones, pero “había que intentar poner un poco de orden dentro del caos”.
La cabecera, que se tuvo que imprimir en Iruñea, ante la imposibilidad de hacerlo en su sede, en Bolueta, llegó a las calles dos días después de las inundaciones con un titular de impacto: “Euzkadi arrasada” y una foto “con todos los trenes volcados en la estación de Atxuri”. Detrás de aquel ejemplar había muchas horas de esfuerzo y de incertidumbre. “Me fui a hacer el periódico sin haber dormido la noche anterior y sin saber de mi familia en Bermeo”, señala Blas, mientras Ángel recuerda que “tenía al hijo y la mujer en el camping de Laida y no había manera de saber qué había ocurrido allí”.
En Zodiac y con sus ‘pisamierdas’
Pero rebobinemos. Aste Nagusia, lluvia a mares y las vaquillas de la sokamuturra que no llegan. Allá que se lanzó Ángel en su busca con su “espíritu de aventura y de que había que informar”. La autopista cortada en Deba, “haciendo surf para cruzar de un lado a otro, haciendo dedo...”, hasta que ya no se podía pasar. “Vi a los de la Cruz Roja con una zodiac y, para cuando se quisieron dar cuenta, ya estaba dentro”. Se bajó en el Casco Viejo de Villabona con sus “pisamierdas de suela de tocino, que te juro que agarraban...”. Él, empapado hasta los huesos. Su Nikon F2, protegida por un plástico. Dobló una esquina y clic, se hizo con su obra maestra. “Luego me la pidieron de cantidad de medios, agencias... Yo creo que daría la vuelta al mundo.
Captada la esencia de las inundaciones en una sola instantánea, “el tema estaba en cómo llegar al periódico, en Bolueta. Había habido un desprendimiento tremendo que había tapado la carretera y las fotos que hice allí eran de personas rescatando a señoras en brazos”.
Las imágenes e historias se suceden en la conversación: piedras hasta el primer piso en el Peñascal, personas que se pusieron a salvo en los tejados, un hombre que intentó sacar su coche del garaje en La Peña y nunca salió, la fachada del Ayuntamiento llena de palas para los voluntarios... “Yo no he visto nada parecido. No es que fuera agua, era como una especie de alud, lodo, vehículos...”, describe Blas, quien cree que fueron “los únicos que sacaron el periódico al día siguiente”.
Editaron las páginas de DEIA en la sede del diario Navarra Hoy, en Iruñea, “unos cuantos que consiguieron salir de Bilbao y otros cuatro o cinco que fuimos de Vitoria. El periódico que hicimos era muy básico, con fotos y textos cortos que escribimos los que estábamos allí. Recuerdo que había uno contando fallecidos porque era tal el caos con los teletipos que nadie sabía cuántos había. De hecho, salimos con la cifra de 60 muertos y después fueron aproximadamente la mitad”, apunta Blas como muestra de la confusión reinante al inicio. “Mi gran duda es cómo llegó después ese periódico a las ventas. No sé cómo lo harían los distribuidores”, le sigue picando la curiosidad.
La charla recala en Bermeo, a donde pudieron acceder después de que “los pontoneros del ejército hicieran el puente de Busturia, que se había derrumbado”. Ambos ponen en valor el coraje de sus habitantes frente a la catástrofe. “Nada de hundirse. Reaccionó todo el mundo, abuelos, nietos... Había que salir adelante. También en Bilbao el voluntariado fue la leche”, coinciden.
Incluso Blas estuvo “quitando lodo con la antitetánica puesta”, porque en Bermeo, observa, había un “riesgo añadido”: las industrias conserveras. “En las cámaras frigoríficas había de todo. Al cortarse la luz, se generó un pánico porque, con el pescado podrido por las calles, se podían pillar infecciones”, relata.
Tirando de ingenio y contactos
Sin móviles y con los teléfonos fijos inutilizados, había que agudizar el ingenio y tirar de contactos para saber algo de la familia. “Yo tenía un primo que estaba de voluntario en la DYA. Cogió un todoterreno, fue por Sollube y consiguió llegar hasta Bermeo. Ahí tuve las primeras noticias de que mi familia estaba bien. Afortunadamente vivían en una zona más alta de la inundada”, apunta Blas. Ángel, por su parte, conocía a uno que tenía un chinchorro y le pidió que le pasara desde Mundaka hasta el camping de Laida, donde estaban su mujer y su hijo. “Yo iba en proa con una linterna apartando de todo: vacas, bidones...”, detalla Ángel, que más adelante “llevó a varios críos de amigos del barrio para que los cuidara su mujer, porque allí había comida”.
A raíz de esa falta de comunicaciones, muchos años después, destaca Blas, “Protección Civil del Gobierno vasco, que luego se llamó Atención de Emergencias, creó una red de emisoras municipales, tipo radioaficionados, para casos similares”.
Una sopa para subir el ánimo
Lejos de las grandes cifras, los cuantiosos daños y las víctimas del desastre, la vista atrás se posa siempre en los pequeños detalles. “Yo tengo esculpida una sopa que me dio un amigo, que ya no está. Me vería pálido, sin comer 16 o 18 horas, porque me cogió forzado y me subió a su casa. No he vuelto a probar una sopa como esa en mi vida. Eso me dio ánímo para luego ya seguir. Fue la noche fatídica. Estaba ya cayendo agua que no veas”, revive Ángel.
Algunas escenas todavía le ponen “la carne de gallina”, como la de los vecinos que estaban encima de un edificio, a orillas del río, en La Peña. “Todo el torrencial de agua daba contra la estructura. Los cimientos se quedaron pelados y la gente que estaba arriba temía que se derrumbara. Pasaron verdaderos momentos de crisis, de nervios, pensando que allí desaparecían del todo. Era tremendo cómo golpeaba todo lo que bajaba por el Ibaizabal”, remarca. Y eso que en el barrio estaban “acostumbrados a las inundaciones porque era raro el año en que no había”.
Vuelta a las instantáneas: las mujeres cogiendo agua y lavando la ropa en el “río txiki” de La Peña, un cadáver entre el barro, la mirada de una señora perdida entre los destrozos, filas y filas de voluntarios enterrados en el lodo, un conocido del Peñascal sentado en los escombros al lado del número de su casa... “Hay imágenes a posteriori de: Me he quedado en la calle. Y ahora ¿qué hago?”, reflexiona Ángel.
Curtidos en mil batallas periodísticas, acumulan tragedias, como la del monte Oiz. “Bueno, lo del colegio de Ortuella fue también...”, señala Blas. “Me subí a una grúa y recuerdo la imagen de todos los féretros blancos”, añade Ángel. “A mí desgraciadamente me ha tocado vivir muchos atentados y he visto muchos muertos y cada uno es una catástrofe. Y es mayor catástrofe cuando asistes al funeral y ves a unos padres de Salamanca o Zamora mayores que no entienden nada ni lloran porque es algo que les desborda”, lamenta Blas, quien reconoce que “al final te pasa un poco como a los médicos, te haces un poco inmune”. “Por desgracia”, apostilla su compañero.