Soy el primero en reconocer que la cobertura informativa de la muerte de Isabel || está siendo excesiva, pero no en mayor medida que la de otros acontecimientos de un relieve objetivamente menor. No vamos a descubrir a estas alturas que el negocio de contar cosas al personal funciona a base de grandes atracones que, de la noche a la mañana, pasan a ser menús frugales o directamente nada. Y ahí tenemos como ejemplo inmediato la invasión rusa de Ucrania, convertida hoy en un eco lejano, cuando en las primeras semanas se transmitió al segundo.

Por lo demás, deberíamos ser lo suficientemente adultos como para consumir la cantidad de información que estimemos oportuna. Aunque me temo que siempre resulta más tentador agarrarse la llorona. Y, como está siendo el caso, pásense por Twitter y verán de que les hablo. Tipos con varios doctorados preguntándose por qué se le concede tanta importancia a la muerte de una anciana multimillonaria, y por poner sólo uno de los varios ejemplos ventajistas de brocha gorda a la de una persona sin hogar en un cajero automático. Da una pereza infinita tener que explicar algo tan obvio como que, independientemente de las preferencias ideológicas del personal, la señora que acaba de dejar este mundo ha sido una figura de trascendencia planetaria durante los últimos 70 años. 

Es perfectamente compatible tener una opinión negativa sobre ella, sobre la institución que encarnó o sobre su familia, con reconocer que su fallecimiento es un acontecimiento histórico de primera magnitud, igual, sin ir más lejos, que lo fue el de Indira Gandhi, el de Nelson Mandela o el de Fidel Castro.