Elon Musk, creo que se dice así, es un multimillonario ególatra con un punto, o un puntazo, de sadismo psicópata y sobre todo con ganas de cachondearse del resto de la humanidad.
Como es bien sabido, incluso por quienes no tienen ni pajolera idea de lo que es una red social, hace unos meses se compró Twitter por 44.000 millones de dólares. Según los expertos, la cifra es como poco cinco veces más que el valor real de la cosa, pero al fulano se la bufa.
Por más teorías entre conspiranoícas y requetesesudas sobre el oscuro objetivo final de la inversión, cada vez queda más claro que el tipo no busca otra cosa que pasárselo cañón con el juguete.
Y por el momento, que le vayan quitando lo bailado. Desde que se hizo con el control de la corrala del pajarito azul, se ha permitido insultar a medio mundo, despedir a más de la mitad de la plantilla, suspender y reabrir las cuentas de periodistas molestos y, como propina, perder por mucho una encuesta entre los usuarios en la que preguntaba si debía dimitir por los pésimos resultados de su corta gestión.
Ni me molesto en preguntarme si será consecuente con el resultado y se dará el piro con sus millones a otra parte, de hecho no tiene por qué hacerlo. Simplemente es el dueño de la barraca y la maneja como se le pone en la punta del apéndice nasal.
Si hay algo sorprendente de este psicodrama chusco es que sean los propios afiliados de la plataforma los que clamen sobre no sé qué injusticia intolerable, cuando tienen la posibilidad de cancelar la cuenta y dejar de ser víctimas de las tropelías del megalómano sudafricano.
Oigan, que esto es de primero de refranero: sarna con gusto no pica.