Tengo ya escrito que, por pura cuestión de carácter, debería estar programado par ser un odiador irredento de Halloween, o Jaloguín, que es como prefiero llamar a la fiesta importada que ha prendido como la hiedra más resistente en nuestro calendario de celebraciones. Pero, por más esfuerzos que hago, soy incapaz de ciscarme en las puñeteras calaveras de atrezzo que se exhiben en tal noche como la de anteayer. Al revés, gracias a (o por culpa de) mi tendencia a actuar por rechazo a los bienpensantes, celebro la felicidad de las criaturas -¡y de las personas talluditas!- que olvidan por unas horas las alienantes rutinas y, con disfraces cutremente macabros de sota, caballo y rey, se desparraman en la tontuna del truco o trato. Los más menudos, a cambio de caramelos y chuches de batalla, y los que han renovado varias veces el deneí, autojustificándose la ingesta de uno o varios gintonics que, por lo demás, alegran la caja de la hostelería local. Todo eso, dando calor y color a barrios como el mío, siempre necesitados de excusas para olvidar su gris reglamentario.
¿Qué hay de malo en todo ello? Por lo visto y escuchado a los cansinos e irreductibles seres hiperventiladores de rigor, mucho. Y hay que ver cómo se parecen los reivindicadores de las presuntas tradiciones españolas de los días de difuntos y aledaños y los cabreados autóctonos que nos gritan soltando felipillos que en nuestras tierras tenemos otras costumbres que le dan vuelta y media a la cosa yanki que nos ha invadido. La alternativa del terruño resulta llamarse Gau beltza, que suena de lo más ideosincrático, pero que, si uno rasca apenas superficialmente, enseguida se da cuenta de que no solo no se trata de una costumbre atávica extendida en nuestra geografía, sino de una reinvención plagada de artificios y licencias creativas. Vamos, una tradición recién sacada del horno.