No dejo de ver rasgados de vestiduras desde que, hace ya una semana, conocimos los resultados del informe PISA, supuesto termómetro planetario de las competencias educativas del alumnado de 15 años. Por lo que nos toca más de cerca, y digan lo que digan algunos titulares periodísticos y exabruptos políticos lanzados a la yugular, en la fotografía global salimos más o menos en la media de nuestro entorno. Obviamente, no trato de buscar el consuelo de los tontos. La calamidad compartida sigue siendo calamidad. Otra cosa es que nos eternicemos llorando por la leche derramada o buscando justificaciones en lugar de aplicarnos a la tarea de buscar una solución. Y eso pasa por plantearnos unas cuantas reflexiones.
Quizá la primera debe ser respecto a la importancia que se le concede al propio informe y sobre si su metodología es la más adecuada. Me atrevo a escribirlo así porque he visto a personas con infinitos más conocimientos que servidor poner sobre la mesa estas dudas. De entrada, resulta difícil de concebir que haya una herramienta tan perfecta como para medir el nivel de adolescentes que viven en países tan distintos y distantes. Ni siquiera se me ocurre que tal evaluación pueda llevarse a cabo en una misma realidad geográfica. Eso, por no mencionar que el hecho de que sea una prueba anónima que no tiene ninguna repercusión para el chaval o la chavala que la realiza, no parece que sea una invitación al esfuerzo en su preparación o a la hora de completar los ejercicios propuestos.
Por lo demás, y sin despreciar instrumentos de medida externos como PISA, creo que la valoración de los conocimientos debe ser de kilómetro cero. Es en cada sistema educativo donde debemos tener claro el nivel real del alumnado, y por qué no, el del profesorado. Por su supuesto, evitando la tentación de hacernos trampas en el solitario. ¿Somos capaces?