Me crie en lo que por aquellos años era un barrio conflictivo. No tanto como pretendían las leyendas negras que circulaban, pero sí lo suficiente como para que estuviéramos acostumbrados a ciertos incidentes.
Eran los últimos 70 y los primeros 80 del pasado siglo. El paro, inducido por la brutal y nada inocente desindustrialización decretada desde Madrid, hacía estragos.
La droga, que tampoco había llegado porque sí, convertía en zombis de un día para otro a chavales que hasta poco antes no habían tenido otro afán que jugar a futbito en campos de cemento inclemente.
En ese escenario, un gabinete sociológico realizó un estudio entre cuyas páginas se podía leer: "muchos de los alumnos del colegio público XXX acuden a clase con navaja". Y no era mentira. Es más, yo era uno de ellos.
Me ha venido todo esto a la cabeza al escuchar al vicelehendakari y consejero de Seguridad, Josu Erkoreka, que no paran de crecer los incidentes con arma blanca relacionados con el ocio nocturno. Sólo en el último año, la Ertzaintza ha registrado 650 denuncias por estos hechos, y más de 1.000 infracciones por portarlas.
Ojo, que estamos hablando de navajas, puñales, dagas, cuchillos de todo tipo, machetes y hasta catanas. Por desgracia, lo que parecía propio de un tiempo pasado y circunscrito al extrarradio se ha convertido en hecho corriente en el mismo corazón de las ciudades.
Lo comprobamos hace bien poco con el asesinato de Lukas Agirre, un chaval de 24 años en la plaza Okendo de Donostia. Como ya dije aquí mismo, ni las autoridades ni los ciudadanos podemos asumir como normales estos comportamientos.