Como era previsible, el artículo que firmó ayer el lehendakari Iñigo Urkullu en los diarios del Grupo Noticias ha animado la conversación en el terruño.

Lo digo así, empleando un eufemismo, porque, lamentablemente, hay debates que no se pueden hacer discurrir de modo sosegado. Y este, el de lo que cuesta mantener unos servicios públicos eficientes -llamarlos "de calidad" es una vaciedad como la copa de un pino- es uno de los que se presta especialmente a la demagogia de trazo grueso. O al populismo, término que utilizó, creo que con buscadísima intención, el lehendakari. Sí, porque si nos quitáramos de vez en cuando las gafas de no ver (no es errata), quizá descubriríamos que todos los populismos, al margen de que se sitúen a la izquierda o la derecha del eje imaginario, son en esencia el mismo. O, cambiando el artículo, lo mismo: exigir, siempre desde fuera de la responsabilidad de gobernar, demandas que simplemente no se pueden satisfacer. La pancarta y el mitin lo aguantan todo.

Desde luego, es más antipático estar al otro lado y tener que decidir cómo se distribuyen unos recursos que, como ya dijo también Urkullu en el último pleno de política general, son finitos. Supongo que nada le haría más feliz a un gobernante que complacer todas las demandas de cada uno de los sectores de la ciudadanía. Pero ocurre que no llega para todo y que hay que priorizar. En ese ejercicio, lo último que puede ocurrir es que las desigualdades sociales se profundicen. Hay que empezar a cubrir necesidades de abajo hacia arriba. Lógicamente, siempre sin cometer injusticias ni menoscabar derechos consolidados.

Me consta que un mensaje así no es precisamente popular. Pero, como también anoté aquí mismo hace unas semanas, soy de esos ciudadanos que agradece que sus gobernantes no les traten como a un menor de edad. Prefiero la verdad, aunque duela.