Efectivamente, los canticos racistas del graderío de Mestalla hacia Vinicius son un escándalo intolerable, pero desde luego no solo eso. Es el retrato de una parte, desde luego no mayoritaria, pero sí de un tamaño preocupante, de quienes acuden a los estadios.
Es interminable la lista de futbolistas de todas las categorías que al ir a sacar un córner, colocarse bajo los palos o calentar en la banda han tenido y tienen que soportar humillaciones del más alto octanaje.
Por desgracia, lo de mono, puto negro o machupichu está a la orden del día, igual que lo de etarra, vasco de mierda, catalufo o también, para no escurrir el bulto, el empleo como insulto de la palabra español.
Del mismo modo escuchamos calificar como maricón a futbolistas de la liga masculina, o como bollera o tortillera a las de la femenina. O como ocurrió respectivamente en los campos de Betis y Sevilla, jalear a un condenado por violencia machista o a los miembros de la manada de Iruña.
Es cierto que, de tanto en tanto, cuando el escándalo llega a los medios, como ocurrió con las ofensas a Iñaki Williams en Cornellà-El Prat, el club, los organismos de disciplina deportiva o incluso la justicia ordinaria han tomado alguna medida.
Siempre ha sido la excepción. Cada anuncio campanudo de que se actuaría con contundencia contra este tipo de comportamientos ha quedado en nada. Incluso hemos visto como las legiones ultras, teóricamente expulsadas de por vida, volvían al poco tiempo a su fondo de costumbre.
Ojalá esta, que ha tenido tanto bombo, porque afecta a quien afecta, sea de verdad la buena.