Parece mentira, pero uno no acaba de estar curado de espantos. Anteayer tuve que restregarme los ojos ante lo que los medios de comunicación más serios consideraban un supernotición del carajo de la vela.
El presidente del gobierno español había anunciado, con pompa y circunstancia, tachán, tachán, que gracias a su inmensa bondad, y a las anchas, y profundas arcas públicas, las personas mayores de 65 años podrían ir al cine los martes por 2 euros.
Analicen el enunciado y no sabrán si descogorciarse de la risa o pillar la llorona. Más si piensan que, de alguna manera, la medida se nos presenta como una carambola a diez bandas que de una tacada sirve para aliviar el bolsillo de los cinéfilos veteranos, dar un balón de oxígeno al sector de la distribución y, de propina, fomentar la creación audiovisual.
Solo siendo muy fanático de la causa, o muy parvo, se puede tragar con semejante soplagaítez que, por otra parte, es la versión para jubilados del otro despiporre consistente en sufragar el Interrail a jóvenes, manda huevos, de hasta 30 años.
De entrada hablamos de la misma injusticia de subvencionar igual a quien sobrevive con la pensión mínima que a directivos de banca o emporios multinacionales con jubilaciones de hasta siete cifras al año.
Y si va de echar un cable a las salas de cine, tampoco parece justo apoyar por igual a las grandes cadenas que a las pequeñas y medianas empresas de exhibición que, contra la lógica y los elementos, pretenden que haya una oferta cinematográfica de cierta calidad.
Claro que lo más cabreante de todo es comprobar que hay quien piensa que nuestro voto vale 2 euros.