Empecemos por el catón. Obtener un gran resultado electoral, incluso aunque seas primera fuerza con holgura con respecto a la segunda no te convierte en depositario de la voluntad de la ciudadanía.
Hasta donde parecíamos haber llegado a consensuar, una mayoría cosechada a partir de la suma de varias formaciones no ganadoras resulta perfectamente legítima.
Entre los mil ejemplos, hay uno particularmente claro sobre el que no hemos tenido dudas: Navarra. En las dos últimas legislaturas, y ojalá en la que se inaugura, lo que hemos llamado gobiernos de progreso se han conformado gracias a la unión de varios partidos que eran capaces de superar aritméticamente al que en las urnas se había alzado con una victoria considerable, que en este caso era UPN, solo o en candidaturas conjuntas.
El gran lamento del líder regionalista es, y seguirá siendo, ese: que se impida gobernar a la lista más votada. Lo penúltimo que podíamos esperar es que escucharíamos el latiguillo de José Javier Esparza, que es también el de Núñez-Feijóo, en labios de Arnaldo Otegi. Bien es verdad que en lugar de denominarlo así, de frente y por derecho, el coordinador de EH Bildu apadrinó una definición digna de master de politología: "deportividad democrática".
En nombre de tal concepto, reclamó casi como derecho inalienable que se permitiera el derecho a gobernar a todas sus candidatas y todos sus candidatos que hubieran sido primera fuerza.
O sea, que lo que vale para Navarra no es de aplicación, por poner los dos casos que están en la cabeza de todos, para la diputación de Gipuzkoa o el ayuntamiento de Gasteiz. Extraña coherencia.