Me sigue pareciendo escasa, por no decir rácana, la repercusión en este pedacito del mundo de la heroica revuelta contra la imposición del velo en Irán, pero supongo que menos da una piedra. Hace unos días vimos a mujeres célebres de diferentes ámbitos cortándose un mechón de pelo como muestra de apoyo a quienes llevan casi un mes jugándose la vida por su libertad. Evidentemente, es mejor que nada, mucho mejor, desde luego, que ese silencio ominoso de los primeros días y que todavía mantienen algunas de las adalides de la denuncia del heteropatriarcado rampante. Pero, a efectos prácticos, apenas hablamos de un gesto que, sin dejar de honrar a quienes lo han hecho, no pasa de un vídeo resultón.
Por lo demás, creo que procedería que las denuncias no se dirigieran solamente a Irán, Afganistán, Irak, Arabia Saudí, Catar o el resto del Estado islámicos en que está instaurada la obligación de que las mujeres se cubran la cabeza con un pañuelo. Basta mirar alrededor para comprobar que la dictadura del Hiyab está instaurada también entre nosotros. Como denuncia la activista de origen marroquí Miloud, las comunidades musulmanas instaladas en Occidente son incluso más rigoristas que las de sus países de procedencia a la hora de exigir el uso del pañuelo. Padres, hermanos, primos y vecinos conforman el equivalente oficioso de la policía y actúan sin que las y los denunciados de vulneraciones de los derechos de la mujer muevan una ceja. Son cómplices de la imposición.