Como las cerezas, las victorias electorales de la ultraderecha llegan de dos en dos. El domingo fue el triunfo arrollador del peligroso autotitulado 'anarco-liberal' Javier Milei. Anteayer nos tocó asistir al descomunal tantarantán que pegó en Holanda al resto de las formaciones el islamófobo sin matices Geert Wilders. Fíjense, en el primer bote, que esto no es cuestión de arriba o abajo de la línea del Ecuador. La extrema diestra populachera se dispara exactamente igual al sur que en el norte del planeta. Y una de las características comunes, aparte del acongoje que dan sus mensajes y los anuncios de las medidas de tierra quemada que tomarán, es que no han llegado al poder a través de un golpe de estado. Qué va. Ha sido el respaldo popular a través de la requetedemocrática fórmula del sufragio universal lo que les ha procurado sus primacías.
La tentación ante tal realidad irrebatible es ponerse a hacer pucheritos y, al mejor estilo de Vargas Llosa, arrancarse con la llantina tontuela de que "la gente no sabe votar bien". Eso, tal cual, es lo que estamos viendo desde el flanco progresí ante los reveses que dan origen a esta humilde columna. El discurso oficial es que a Milei (lo de Holanda está menos mascado) le han votado una legión de ignorantes que no saben hacer la o con un canuto, que se tragan todos los bulos de las redes sociales y, de propina, que son unos insolidarios del copón que pagarán en sus propias carnes haber apoyado al zumbado de la motosierra. Ni por un minuto los miccionadores de colonia se plantean que podría ocurrir, igual que se testó con Trump, Bolsonaro, Orban o Meloni, que son los discursos tontorrones de una izquierda que, por lo demás, vive como Dios, los que están provocando la huida en masa hacia la extrema diestra de muchos de los más castigados económicamente. ¿Qué tal escuchar sus necesidades antes de faltarles al respeto?