Al final, la montaña parió lo que todos sabíamos que iba a parir. El Tribunal Constitucional ha dado luz verde a la ley de amnistía y, sorpresa, no ha estallado la democracia, ni se han derretido las togas, aunque sí se han escuchado algunas trompetas del Apocalipsis por los pasillos del Congreso. Qué decepción para quienes ya tenían redactado el obituario del Estado de derecho, con necrológica incluida para la separación de poderes.
Era previsible, por mucho que algunos finjan escándalo retroactivo. No hacía falta una bola de cristal para adivinar que con la actual mayoría progresista del Constitucional -esa que tanto duele a según quiénes- la ley pasaría el filtro. No porque estén todos vendidos al sanchismo ni porque tengan un póster de Puigdemont en la mesilla, sino porque, guste o no, la amnistía es constitucional. De hecho, ya lo era antes, pero nadie se atrevía a decirlo muy alto.
Por supuesto, la derecha está que trina. Vox habla de golpe institucional (otro más), el PP agita la bandera del colapso moral, y en ciertos medios hay quien ya encarga traducciones al húngaro por si hay que exiliarse. Lo de siempre: cuando ganan, es democracia plena; cuando pierden, dictadura bolivariana.
¿Y el PSOE? Pues hizo lo que mejor sabe: tragarse el sapo con disimulo. No era fan de la amnistía, pero cuando la investidura dependía de siete votos con acento de Girona, convirtió la necesidad en virtud y se apuntó a la causa con sonrisa forzada. Realpolitik de manual. Que no guste a muchos no significa que no funcione.
¿Es todo esto una muestra de generosidad histórica? No exageremos. Es un apaño político como tantos otros en nuestra historia reciente. Pero si contribuye a desinflamar el conflicto catalán y rebaja decibelios, bienvenido sea. A algunos les parecerá rendición. A otros, pragmatismo. Lo que está claro es que lo legal no siempre coincide con lo cómodo. Ni con lo gritado.