No damos a basto con los censores. Pero no con los de la sotana, o el brazo en alto con la palma de la mano extendida hacia abajo. Como vimos aquí cerca el pasado fin de semana con la prohibición de disfrazarse de árabe, africano o inuit a las criaturas del barrio getxotarra de Romo, quienes esgrimen las tijeras, los rotuladores rojos y las amenazas con la hoguera son los más progres del planeta.
La penúltima víctima ha sido la obra del escritor británico Roald Dahl, considerado el gran maestro de esa literatura infantil que no trata a las niñas y los niños como si fueran imbéciles. Matilda o Charlie y la Fábrica de Chocolate son dos de sus títulos más señeros. No me duelen prendas en confesar que ni a uno ni a otro les encontré la gracia, por más elogios, hay que joderse, que les dedicaran los mismos moralistas zurdos que ahora salen con la antorcha y la capucha.
En cuanto al autor, ídem del lienzo. Más allá de sus virtudes literarias siempre me pareció un ser humano deleznable. Pero como una cosa no quita la otra, ni en bromas puedo callarme ante la reescritura de sus textos que ha acometido su editorial, con el permiso de sus peseteros herederos y el objetivo, supuesto, de limar las partes ofensivas a la moral dominante hoy.
Así, de tal personaje ya no se dice que está gordo, sino que está grande. Los hombres de las nubes pasan a ser la gente de las nubes, o una mención al actualmente incómodo Rudyard Kipling se cambia por una referencia a Jane Austen, elevada, sin que ella lo hubiera imaginado, a icono feminista.
Lo peor de todo es que este episodio delirante es solo entre muchos más. Malos tiempos para la libertad.