El fútbol aflora lo mejor y lo peor, pero no es la vanguardia ética de nada. Puede servir de marco para la visualización de la solidaridad con una catástrofe climática o para denunciar el racismo. Puede incluso contener –con dificultad– expresiones de demandas políticas dentro y fuera de la media hectárea verde en la que se desarrolla el espectáculo. Pero es, sobre todo y a despecho de la retórica deportiva, eso: un espectáculo devenido en negocio.
Viene esto a cuento del disgusto que simulamos estos días porque la FIFA haya concedido la organización de la Copa del Mundo de selecciones de 2034 a Arabia Saudí. Al parecer, la experiencia de Qatar le ha convencido de que es una opción ideal volver a disputar la competición en clima desértico. Será para que nos acostumbremos, a la vista de los informes que apuntan que la primera vez en la historia sin hielo ártico puede llegar en los próximos veranos. Como en el caso qatarí, el informe técnico obvia las violaciones de derechos humanos y desigualdades en el país, aunque en esta ocasión, para que no hubiera dudas de la idoneidad de la decisión, lo ha elaborado una firma en la que participa incluso afines al régimen.
Toca irritarnos y exigir los derechos de las mujeres, de las minorías raciales y la libre orientación sexual; denunciar la represión a disidentes y, a continuación, sentarnos a ver por televisión algunos de los más de 900 eventos deportivos, clubes y competiciones patrocinados por Arabia Saudí en todo el mundo para nuestra diversión. Así hacemos boca para tragar el sapo de 2034. La FIFA ya nos lo sirvió hace dos años y, después de indignarnos mucho, acabamos huntando hasta la última gota de salsa. ¿Alguien se acuerda ya de aquel menú? Vuelve.