25 años del Guggenheim y un día, contando hoy. Lo cierto es que de la inauguración sólo tengo fresco el amargo recuerdo del asesinato del ertzaina Txema Agirre cinco días antes. Sin embargo, en mi memoria están grabados los largos y difíciles cinco años desde que se anunció su construcción hasta que se hizo realidad. 

Durante muchísimo tiempo nadie daba un duro, entonces todavía usábamos pesetas, por el proyecto. No hablo únicamente de los que se oponen a todo por sistema. En este caso, al equipo pancartero habitual se unieron otras muchas voces de aquellos que no acababan de entender lo que se pretendía hacer.

Todos los implicados en primera persona cuentan hoy como incluso entre su gente más cercana había algo que iba desde la resistencia al escepticismo, que es donde no tengo empacho en confesar que me situaba yo mismo.

Supongo que nos faltaba visión de futuro porque teníamos los pies demasiado anclados al barrizal que era el presente de entonces. No éramos capaces de imaginar que aquel paisaje apocalíptico de desplome industrial, terrorismo, guerra sucia, heroína y Sida podía convertirse en un lugar apetecible para vivir y para recibir visitas.

Los hechos han demostrado a lo largo de este cuarto de siglo lo equivocada de esta apreciación. La Euskadi de hoy, para mi el Guggenheim es siempre de Euskadi y no sólo de Bilbao, tiene muy poco que ver con aquella. 

El aprendizaje debe servir para momentos oscuros como éste. Aunque el derrotismo pueda ser una tentación, hay que conjurarse para superarlo. Y eso es cuestión de espíritu social, pero también de un liderazgo institucional como el de aquellos días.