Menudos guasones están hechos los sabios del protocolo británico que encontraron el modo de que la pareja real española en ejercicio se sentara al lado del monarca emérito y su sufrida, aunque ya casi liberada esposa, en el funeral de Isabel II.
Que mandará narices que sea noticia que un padre y un hijo coincidan en el funeral de un pariente, pero el conocimiento público de la penosa relación que mantienen el asilado en Abu Dabi y su preparado vástago hace que, objetivamente, el encuentro tuviera interés informativo.
Así que la sola imagen de los cuatro miembros de la disfuncional familia Borbón compartiendo espacio vital contenía quintales de morbo., Pero la cosa podía ir a más. Con la bibliografía ampliamente presentada por el rey viejo había 100 posibilidades sobre 100 de que diera la nota. Y claro, se cumplió el pronóstico.
Seguro que han visto la bochornosa escena: al tipo que se la reflanflinfla todo un congo no se le ocurrió un mejor lugar para hacerle un chiste a su todavía esposa que unas honras fúnebres con la presencia de medio millar de dirigentes planetarios y transmitidas a todo el orbe.
La mirada que le dedicó Leticia Ortiz fue un concentrado de odio, asco y desprecio del tamaño de la misma abadía de Westminster en que se celebraban las exequias. Ocurrió a menos de tres metros de la difunta y ante miles de cámaras.
Aunque los medios del orden de Españistán se han cuidado de mostrar el instante, hoy en día no hay manera de ponerle puertas al campo. Las imágenes de la pendejada han circulado por doquier. Un nuevo retrato del llamado artífice de la transición, Sin sorpresas, en todo caso.