Nome, Alaska – Febrero de 1925.
En el extremo helado del continente americano, donde el mar de Bering se congela y convierte a los pueblos en islas prisioneras del invierno, la ciudad minera de Nome libró una de las batallas más dramáticas de su historia, en el implacable clima ártico, en aquel rincón olvidado, aislado del mundo durante siete meses al año. No había barcos. No había aviones capaces de desafiar el frío. Solo quedaba un sendero: 1085 kilómetros de tundra salvaje conocido como el Sendero Iditarod.
Era enero y, en esa geografía donde el silencio congela las palabras, apareció el enemigo más peligroso: la difteria.
La sombra de la epidemia
El 20 de enero, el Dr. Curtis, único médico del lugar, confirmó el diagnóstico que nadie quería escuchar. La enfermedad comenzaba a propagarse entre los niños, asfixiándolos lentamente bajo una membrana mortal. La única esperanza -el suero antitoxina- estaba caduca. Se necesitaba una nueva partida, urgente, vital.
El suero más cercano reposaba en Anchorage, a más de 1600 kilómetros. El tren podía llevarlo hasta donde las vías se atrevían a llegar, pero el trayecto más difícil -1085 kilómetros de un infierno blanco- solo podía enfrentarse de una manera: un relevo de perros de trineo.
La prensa lo bautizó como la Gran Carrera de la Misericordia.
El relevo de la vida
Veinte mushers y 150 perros se lanzaron al desafío. Cada equipo debía recorrer entre 50 y 80 kilómetros en temperaturas capaces de detener un avión en pleno vuelo. Pero había un tramo que ningún piloto ni hombre en su sano juicio querría atravesar: el traicionero Norton Sound, una bahía congelada donde el hielo cruje como dinamita bajo los pies y el viento puede arrancar a un trineo entero y arrastrarlo al mar abierto.
Y ese tramo tenía un nombre escrito desde el principio: Leonard Seppala.
Leonhard Seppala junto a Togo
Seppala y Togo: contra el mar que respira
Seppala, inmigrante noruego y leyenda de las carreras, fue quien introdujo en Alaska un perro distinto: el Husky Siberiano, veloz, resistente y casi inexplicablemente incansable. Su líder era Togo, un pequeño husky de ojos vivaces y 12 años de edad. Un perro que había empezado la vida como un cachorro enfermizo, incapaz de quedarse quieto, obstinado hasta la exasperación… y destinado a convertirse en leyenda.
Cuando Seppala partió hacia el este, lo hizo a contrarreloj, intentando interceptar el suero en mitad de una tormenta que los antiguos describirían como "la peor en 20 años". La sensación térmica alcanzaba los -65°C. Seppala no podía ver ni el contorno de sus propios perros. En el silencio blanco, Togo avanzaba como si pudiera leer el viento.
En el Norton Sound, donde el hielo "respira" con las mareas, su valentía quedó grabada para siempre. El equipo quedó atrapado en un témpano que se desprendió bajo sus pies. Togo cayó a las aguas negras del Ártico, pero emergió sujeto a la cuerda con los dientes. Tiró de ella con tal fuerza que logró acercar el trineo a tierra firme. Su instinto -que captaba vibraciones invisibles y cambios de presión- salvó a todo el equipo.
La hazaña imposible
Mientras la mayoría de los equipos recorrieron entre 50 y 80 kilómetros, Seppala y sus perros cubrieron 425 kilómetros, enfrentándose al Sound de ida y vuelta. Fue, como documentarían años después los historiadores, una hazaña biológica difícil de explicar, un acto de resistencia casi más propio de fábulas que del mundo real.
La llegada final a Nome ocurrió a las 5:30 de la mañana del 2 de febrero de 1925. Las cámaras aguardaban, los periodistas también. Y quien apareció en la calle principal aquel día fue Gunnar Kaasen, guiado por un perro llamado Balto.
Balto posó para la prensa. Balto recibió una estatua. Balto se convirtió en la cara visible del milagro.
Pero Togo, agotado y físicamente roto tras su travesía épica, quedó en segundo plano. Seppala, que conocía la verdad mejor que nadie, dijo entonces una frase que todavía resuena en los archivos del Ártico:
"Espero no volver a ser el hombre que fui antes de este viaje.
Ningún perro me ha dado tanto y ha pedido tan poco como Togo."
Togo murió en 1929, lejos de los focos, en una granja de Maine. Durante décadas, el mundo olvidó su nombre. Casi un siglo después, el tiempo -implacable pero justo- empezó a poner cada pieza en su lugar. Artículos, investigaciones y una película reciente devolvieron a Togo al sitio que le correspondía desde el principio: el verdadero motor del milagro, el líder que abrió camino cuando nadie más podía hacerlo.
Hoy, en las noches de tormenta, los habitantes de Nome dicen que el viento que sopla desde el estrecho de Bering no es solo viento: son los ecos de los 150 perros que corrieron para salvar a los niños de la ciudad. Y al frente de todos ellos, aún corre el espíritu de un pequeño husky testarudo, nacido para desafiar al hielo.