Por Jon Arraibi (Director de Café con Patas):
Mikel enterró al pequeño pájaro al borde del camino, en una zona de hierbas altas. Eligió ese lugar para poder saludarle cada mañana camino de la ikastola.
Todo comenzó un par de días antes. El niño iba hacia su casa cuando se fijó en un pequeño bulto grisáceo en el suelo. Se acercó, era un animal, un ave. Estaba encogida e inmóvil. Se agachó y trató de ocultarla bajo sus manos, pero el pájaro revivió, comenzó a agitarse, intentando huir. No pudo hacerlo, tenía una pata y el ala rota. Era una cría, sin duda… quizás un predador, quizás se había caído del nido de algún árbol cercano, tal vez un coche la golpeó en uno de sus primeros y torpes vuelos.
Mikel consiguió cogerla entre las manos. Con la firmeza justa para que no se le escurriera. Con la suavidad exacta para no dañarla. Ya en casa acondicionó una caja de cartón con una manta en su interior, una pequeña vasija con agua y unas migas de pan.
¿Qué especie es? ¿Qué comerá? ¿Cómo puedo ayudarla? Sacó una foto con el móvil y buscó en Internet. Parece un mirlo. Sí, sin duda es una cría de mirlo.
Según su madre llegó del trabajo, le contó que había encontrado un pájaro. La adulta, quizás enferma de las prisas y males del siglo XXI, apenas le hizo caso. Déjala donde la encontraste o échala a las zarzas, le dijo.
El niño no desistió. Pasó toda la tarde buscando información sobre cómo cuidar al pájaro. Aprendió que los mirlos se alimentan de insectos y frutas, según la época del año. También que una cría herida difícilmente sobrevive. Recorrió cada rincón de la casa buscando algún pequeño insecto para alimentarla. Preparó una especie de pasta de pan, fruta y agua que con unas pinzas, intentaba cuidadosamente introducir en su boca. Incluso encontró el teléfono y llamó a una entidad que se encarga de atender a animales salvajes en dificultades. Si el lunes sigue viva, un técnico irá a por ella, le dijeron. ¿El lunes? Pero hoy es viernes, pensó angustiado Mikel.
Pasó media noche en vela, con la caja de cartón a su lado. Se levantaba de la cama a cada rato, observaba preocupado a la cría, la acariciaba con suavidad e intentaba darle ánimos y alimentarla con las pinzas.
Finalmente, y fruto del cansancio, el niño se durmió. Temprano abrió los ojos, saltó de la cama directo a la caja. La abrió. La pequeña cría parecía haber encogido a la mitad su tamaño. La tocó y estaba fría, rígida y ya, sin vida.
"Por fin descansas, pequeño", se dijo para sí mismo Mikel. Triste, pero entero, envolvió al pequeño pájaro en un pañuelo… Y lo enterró. De vuelta a su casa, se encontró con varios mirlos adultos. Es raro que hoy estuvieran allí. Quizás lo estaban todos los días, pero no se había fijado en ellos.
Sintió rabia por el destino del pequeño pájaro, enfado porque el universo parecía haber conspirado para que esta vez no salieran bien. Pero también una extraña paz consigo mismo por haber intentado todo lo que estaba en su mano. Por haber aprendido qué comen los mirlos, dónde anidan, qué cuidados necesitan, cuándo aprenden a volar o la dificultad que tienen las primeras semanas de vida para regular su temperatura corporal.
Conozco a muchas personas que comparten su vida con animales, con perros y gatos principalmente… y ni en 20 vidas serían capaces de aprender lo que Mikel aprendió en apenas un día. Ven pero no miran. Oyen pero no escuchan. En algún lugar del camino, se les perdió la capacidad de sorprenderse, la curiosidad infinita… la empatía.
El pequeño mirlo no sobrevivió, pero dejó en el niño algo que sí lo haría: la certeza de que cada gesto hecho desde estos pilares, aunque nos parezca inútil, cuenta.